Critica del nuevo álbum de Bob Dylan y streaming
En un mundo dominado por la más absoluta inmediatez, Bob Dylan pone la pausa, y también la lupa. Ocho años después de la edición de su último LP («Tempest», 2012), el cantautor de Duluth vuelve ahora al ruedo editando «Rough And Rowdy Ways«, un nuevo compacto dotado de una fuerte carga narrativa en el que el compositor disecciona, pluma en mano, todo lo que sucede a su alrededor. Parapetado bajo el ya clásico carcomido sonido folk rock del artista, esta nueva obra sorprende por incluir colaboraciones con artistas del calibre de Fiona Apple o Blake Mills. Escucha este nuevo compacto ya en Spotify y Apple Music:
Critica del Disco
Rough And Rowdy Ways se hará un lugar entre los discos más notables de Dylan desde Time Out Of Mind (1997). Hay varios motivos: la brillantez de sus composiciones y la delicadeza en la ejecución, la inventiva de sus letras –con su humor corrosivo y su lógica hipertextual– y la inédita aventura de un hombre que escribe y canta mientras observa cómo se convierte en patrimonio de la humanidad. Tal vez como nunca antes, en Rough And Rowdy Ways Bob Dylan parece asumir el bronce de seis décadas de una vida artística que alteró la cultura popular de Occidente.Play VideoVideo: Murder Most Foul, de Bob Dylan
Lo que es seguro es que se trata del único disco de un Premio Nobel. Este es el primer álbum de canciones originales de Bob Dylan desde Tempest (2012) y el primer material que publica desde que fuera distinguido por la Academia Sueca en 2017. El disco reúne diez composiciones nuevas, entre las que se cuentan “Murder Most Foul” (que cierra el trabajo y ocupa todo un lado en la edición doble en vinilo), “I Contain Multitudes” y “False Prophet”, los tres simples que Dylan adelantó entre marzo y abril.
Además, siete canciones que se mueven entre el rhythm & blues y el country crepuscular, y que Dylan canta en un estilo vocal notable entre el suspenso aterciopelado de su trilogía de jazz (editados entre 2015 y 2017) y el sonido abrasivo y ronco de Tempest. Dylan completa este mundo de la canción pre-Beatles con la señalética del disco: la portada es una imagen tomada por el fotorreportero británico Ian Berry en un pub a fines de los años 50, donde un grupo de afrodescendientes bailan junto a una rockola. Justamente, el título del álbum remite a “My Rough And Rowdy Ways”, una canción de Jimmie Rodgers (uno de sus héroes del country) acerca de un hombre que se debate entre sentar raíces y seguir vagando.
El disco se abre con la elevadísima “I Contain Multitudes”, donde Dylan trabaja sobre los contrapuestos, los indivisibles y lo que el escritor Tom Piazza llamó “su sentido de la voz individual para asumir la vida estadounidense en todas sus épicas contradicciones”.
Una lectura superficial haría pensar que Dylan se equipara aquí con el legendario Walt Whitman –autor de “Song of Myself”, el poema de 1855 de donde tomó la frase del título. Pero más que una competencia o un homenaje, la canción se parece más a una respuesta, por momentos escéptica y por otros discretamente paródica, en la que Dylan asume su estatura en la cultura norteamericana mientras la desacraliza.
En una línea que causó polémica, se compara con Anna Frank, Indiana Jones y The Rolling Stones. Es decir, una mezcla de cronista del terror, un héroe antifascista ficticio y uno entre los jinetes hedonistas del Apocalipsis del siglo XX. Como dijo la dylanóloga Laura Tenschert, la belleza paralizante de sus versos a veces hace olvidar lo gracioso que Dylan puede ser.
El músico de 79 años vuelve a tomarse con sorna a sí mismo en “False Prophet”, una canción en la que repite su recurso de citar por contraposición músicas ajenas (en este caso, un blues de Billy “The Kid” Emerson, “If Lovin’ Is Believin”) con una nueva lírica. En ella se despega de la etiqueta de portavoz o profeta, de los arqueólogos de su obra (que han llegado a revisar su basura para descifrar sus letras), se reivindica como “el último de los mejores”, como lo haría un freestyler, y repite “solo sé lo que sé”, “solo dije lo que dije”. Una reafirmación del rumbo de su escritura que yuxtapone un aluvión de personajes, fuentes y posturas de las que solo se puede obtener un significado para cada oyente: el propio.
La pista de su estilo se puede seguir en “My Own Version Of You”. Aquí Dylan es un profanador de tumbas que roba cadáveres para dar vida a nuevos individuos, como un Dr. Frankenstein, mientras lo secundan la guitarra steel de Donnie Herron y las escobillas de Matt Chamberlain. Pero es más parecido al Frankenstein de Mel Brooks que al de Mary Shelley. Dylan arma su Prometeo con partes del Al Pacino de Scarface y el Marlon Brando de El Padrino mezclado con “un tanque y un comando para robots”. ¿Es una larga metáfora sobre su forma de componer, tan llena de citas como en las dos canciones inmediatamente anteriores?
La preciosa “I’ve Made Up My Mind to Give Myself to You” abre un nuevo capítulo, que se extiende hasta “Mother Of Muses”, y se enrola en la saga de baladas románticas que Dylan parece traer de un bosque mágico, y que puede rastrearse hasta “Shooting Star”, de Oh Mercy (1989). “Goodbye Jimmy Reed” brinda a la salud del bluesmen sureño y es el homenaje más explícito a los compañeros de ruta de Dylan. Sin embargo, hay otros: en “I Contain Multitudes” no parece casual que incluya la línea “young dudes” tratándose de su primer grupo de canciones posterior a la muerte de David Bowie. En “My Own Version Of You” promete el piano de Leon Russell (también fallecido en 2016), y tanto la inclusión de Benmont Tench en su rol de músico invitado como la figura de Reed pueden leerse como una referencia a su amigo Tom Petty, quien murió en 2017 y solía llevar una imagen de Reed en sus amplificadores. En este orden de cosas, también figuran en los créditos del álbum Fiona Apple y Blake Mills, productor de Alabama Shakes y Laura Marling, y cerebro del disco homenaje Chimes Of Freedom: The Songs Of Bob Dylan (2012).
El blues aletargado de “Crossing the Rubicon” y la voz cansada de Dylan, que parece recién bajado del caballo, retoma el aire ligeramente satírico con una letra que condensa la idea de estar a esta altura de las circunstancias, más allá del bien y del mal. El irresistible swing de la banda, con sus arranques y sus frenos, es el anverso de la elegíaca “Black Rider”, donde una voz aparecida a un lado del camino le recuerda al trashumante que ya es mucha la distancia recorrida y que tal vez sea hora de tomar una determinación.
“Key West” vuelve sobre la idea de alcanzar un status donde Dylan sigue sintiéndose incómodo. Un lugar que se parece al paraíso pero puede esconder venenos; un sitio que está en la planicie (ni en las Highlands del iracundo Time Out Of Mind ni en las “lowlands” de la chica triste de Blonde On Blonde); y que habitan Allen Ginsberg, Gregory Corso y Jack Kerouac pero sigue resultándole ajeno. Una especie de Jardín del Edén que ni con su luz eterna lo convence de echar raíces. Lo hace tal como si estuviese en la encrucijada que proponía Jimmie Rodgers: se recuerda con un traje a los doce años en el ambiente sórdido de un burdel, y enseguida canta: “Esa es mi historia, pero no es donde termina”.